Cerro Blanco
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Llegamos a Socoroma al atardecer del 19 de noviembre. El volcán Taapaca se veía hermoso y sentí que nos daba la bienvenida mientras escuchaba la asamblea de pájaros del árbol que custodiaba la habitación del hostal.
Le di mis excusas a la señora María Luisa, administradora y cocinera del lugar, porque nos estaba esperando desde temprano. Me contó que había plantado maíz y que estaba ocupada en las tardes porque el campo se llenaba de venados que se comían las semillas. A lo lejos se escucharon unos petardos e imaginé que era para espantarlos. Quise ir a verlos, pero ya caía la noche, creí que no me faltaría la oportunidad.
Al otro día, muy temprano, llamé a don José Flores y quedamos en reunirnos a las 13.30 horas en la plaza del pueblo, así que tomamos desayuno tranquilamente y salimos a caminar en dirección al cementerio. Subimos por el mirador del salto del agua para hacer registros sonoros. Bastó caminar sólo un poco para comenzar a escuchar con nitidez las aves, algunos bichitos, hasta creí ver una ratita café.
En el cementerio hice algunas fotografías y saludé a un par de persona que transitaban hacia o desde los huertos. Me pareció que había mucha gente trabajando en el campo, “quizás debido al tiempo de cosecha y de riego” me dije. Intercambiamos unas palabras con una señora que hacía pequeños surcos en la tierra para que pasara el agua, parecía un trabajo delicado que el sol de la mañana hacía ver como una red brillante que me recordó las telas de araña.
A las 13.30 horas en punto me reuní con don José que vestía una mascarilla verde que decía “Oro Verde”. Estaba apurado porque tenía varios compromisos pendientes asociados a las labores de riego, después también supe que con apoyo de Servicio País y una consultora ariqueña, algunos agricultores de Murmuntani y Socoroma crearon una corporación para la venta y exportación de orégano, y justo en esos momentos estaban preparando el empaque de bolsas. De todos modos, don José estuvo interesado en que registráramos su trabajo en una huerta que quedada frente al pueblo.
Estacionamos en un alto, frente a una estación metereológica y bajamos hacia la chacra, era un terreno en pendiente y muy accidentado, realmente difícil de llegar y más aún de volver, pero don José hace esos trayectos a pie varias veces al día. Si bien ya había regado, se interesó en hablarnos acerca de la tecnología de riego y los nombres en aymara de la misma, también quiso que registráramos el agua cayendo por una hermosa acequia de piedra que había heredado de sus ancestros.
Caminando de regreso pudimos conversar un poco acerca de la antigüedad del cementerio del pueblo que observa desde su chacra, pues se aprecian unos enormes eucaliptos que su propia madre había visto del mismo tamaño cuando era niña (ella falleció este año con 84 años de edad). Don José no cree que el cementerio actual sea del siglo XIV como reza el cartel de entrada, pero considera que al menos debe tener unos 300 años, pues su padre y abuelo fueron enterrados allí; en cambio, su tatarabuelo fue enterrado en el cementerio sobre el que se construyó la plaza de Socoroma.
Ya en el auto don José me pide que tome su “lápiz”, aludiendo a la herramienta que usa para regar, pero también para apoyarse mientras camina, y me dice “con éste nosotros dibujamos”. De pronto advertí que todas las personas con que nos cruzamos en el camino -hombres y mujeres- tenían una, yo misma había apreciado esa malla de delicados hilos de agua como un dibujo.